jueves, 27 de marzo de 2014

El libro conserva

El no va más era el profeta Ezequiel sobre una colina y debajo de él, en la perspectiva del lector, miles de esqueletos levantándose, o la cabeza cortada de San Pablo en un primer plano, con los ojos a medio cerrar y la boca entreabierta. Quizá simplemente pretendían llamar la atención para que el texto se te quedase más en la cabeza, o quizá simplemente sus autores e ilustradores tenían un sentido de la cultura cristiana muy clásico: violencia y terror; nada de sexo, claro, y mucho marketing de sangre para impresionar al público y aumentar audiencia. El libro conserva la etiqueta original de la librería, que también estaba especializada en material religioso.

Ahora ya ha cerrado. Cuando las tres personas que la regentaban se jubilaron casi a la par, vendieron el local, y hoy han instalado una cafetería estupenda, situada en un rincón especial de la zona antigua de Santiago, junto a la Plaza de Cervantes. No hay nada dentro que me recuerde que allí empecé también a comprar libros como Los Cinco, -el primer título que tuve fue Los Cinco en el páramo misterioso- o una mañana empezando las vacaciones de sexto de EGB, mi primer Quijote en aquella inmanejable edición de Austral. Puedo recordar los primeros libros casi uno por uno, pero en cambio, no consigo hacer memoria de los últimos que me vendieron antes de que echasen el cierre.

A veces voy a tomarme un cáfé por allí, miro su nombre, "Agarimo", "encanto", y pienso que la opción de que ahora exista una cafetería en su lugar tampoco está nada mal. Pero cualquier día de estos voy a acercarme allí con un libro bajo el brazo, pediré un café, y me pondré a leer, por ejemplo, El bosque de la noche con toda la calma, para luego seguir en las escaleras de la Praza de A Quintana, con un capuccino, absorto en el libro. O mejor, después de un paseo, A. y yo, brindando por los malos cuadros de la Biblia Ilustrada. Y por todos los buenos libros.

miércoles, 10 de octubre de 2012

Amarres de amores

De niño deseaba que llegase septiembre para empezar las clases. Me encantaba la sensación de novedad, que para mí era muy parecida a la del día de año nuevo. Unos días antes del quince ya estaba nervioso por estrenar lo que mis padres me habían comprado. Pero lo mejor era el primer día por la tarde, cuando había que ir a buscar los libros de texto. La librería siempre estaba aquellos días tan abarrotada que si te descuidabas, te aplastaban contra los anaqueles. Después de más de una hora, mi madre y yo salíamos con todos los libros y algún otro que no necesitaba y que había encontrado en cualquiera de aquellos estantes mientras estábamos esperando nuestro turno.

Lo primero que hice cuando cobré mi primer sueldo fue ir allí, llevarles una lista de más de cien libros de Amarres de amores, y comprarlos todos de una tacada.



Conservo todavía algunos de los libros que compré allí de niño. La mayoría están en una caja en el trastero, pero en las estanterías ocupa un lugar de honor la primera Biblia que tuve. Recuerdo que mi padre me la trajo un día cualquiera, al volver del banco, a la hora de comer. No sé la razón: quizá le apetecía hacerme un regalo, quizá se la regalaron a él, quizá porque lo que más me gustaba en primero de EGB era la historia sagrada -inciso: estudié en los Jesuítas, hasta que me "recomendaron" que buscase otro sitio más acorde con mi personalidad- A veces la miro y me pregunto qué clase de mentes calenturientas la consideraron adaptación infantil -es pregunta retórica- y la titularon "La Biblia de Amarres".

Hoy creo que tenían mucho sentido del humor: se dedicaba a exponer y comentar brevemente un episodio bíblico importante, con su ilustración en página confrontada. Empezó a llamarme la atención la imagen de Caín y Abel. Los rizos de Abel teñidos de sangre en una esquina y Caín, vestido de pieles, con expresión airada, mordiéndose las uñas. Caín en esa ilustración es negro. Abel, blanco, y rubio. La cosa se iba animando en páginas interiores, con estupendos retratos como el de Débora con el martillo junto a la tienda de campaña de un campamento y ante la entrada, el cuerpo de un oficial con un enorme clavo en su frente y una línea de sangre roja brillando por su cuello hasta un charco en la tierra. Aún hoy me da reparo una persona que se llame Débora.

Fuente.