miércoles, 10 de octubre de 2012

Amarres de amores

De niño deseaba que llegase septiembre para empezar las clases. Me encantaba la sensación de novedad, que para mí era muy parecida a la del día de año nuevo. Unos días antes del quince ya estaba nervioso por estrenar lo que mis padres me habían comprado. Pero lo mejor era el primer día por la tarde, cuando había que ir a buscar los libros de texto. La librería siempre estaba aquellos días tan abarrotada que si te descuidabas, te aplastaban contra los anaqueles. Después de más de una hora, mi madre y yo salíamos con todos los libros y algún otro que no necesitaba y que había encontrado en cualquiera de aquellos estantes mientras estábamos esperando nuestro turno.

Lo primero que hice cuando cobré mi primer sueldo fue ir allí, llevarles una lista de más de cien libros de Amarres de amores, y comprarlos todos de una tacada.



Conservo todavía algunos de los libros que compré allí de niño. La mayoría están en una caja en el trastero, pero en las estanterías ocupa un lugar de honor la primera Biblia que tuve. Recuerdo que mi padre me la trajo un día cualquiera, al volver del banco, a la hora de comer. No sé la razón: quizá le apetecía hacerme un regalo, quizá se la regalaron a él, quizá porque lo que más me gustaba en primero de EGB era la historia sagrada -inciso: estudié en los Jesuítas, hasta que me "recomendaron" que buscase otro sitio más acorde con mi personalidad- A veces la miro y me pregunto qué clase de mentes calenturientas la consideraron adaptación infantil -es pregunta retórica- y la titularon "La Biblia de Amarres".

Hoy creo que tenían mucho sentido del humor: se dedicaba a exponer y comentar brevemente un episodio bíblico importante, con su ilustración en página confrontada. Empezó a llamarme la atención la imagen de Caín y Abel. Los rizos de Abel teñidos de sangre en una esquina y Caín, vestido de pieles, con expresión airada, mordiéndose las uñas. Caín en esa ilustración es negro. Abel, blanco, y rubio. La cosa se iba animando en páginas interiores, con estupendos retratos como el de Débora con el martillo junto a la tienda de campaña de un campamento y ante la entrada, el cuerpo de un oficial con un enorme clavo en su frente y una línea de sangre roja brillando por su cuello hasta un charco en la tierra. Aún hoy me da reparo una persona que se llame Débora.

Fuente.

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